Silence

(2016) EE.UU.
DIRECCIÓN Martin Scorsese
GUION Jay Cocks y Martin Scorsese basados en el libro de Shūsaku Endō
FOTOGRAFÍA Rodrigo Prieto
MÚSICA Kathryn Kluge, Kim Allen Kluge
REPARTO Andrew Garfield, Liam Neeson, Adam Driver, Yōsuke Kubozuka, Tadanobu Asano, Issei Ogata, Ciarán Hinds

La fe histórica y la apostasía ficticia

Por eso me complazco en las debilidades,
en insultos, en privaciones, en persecuciones
y en angustias por amor a Cristo,
porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.
2 Corintios 12:10

Hay que acercarse con mucho respeto a esta película. De entrada, porque es un proyecto personal —una obsesión casi— de uno de los directores de cine vivos más importantes, Martin Scorsese (el neoyorquino viene intentando desde 1990 hacer la versión cinematográfica de la novela homónima de 1966 de Shūsaku Endō). Después, porque entra en un terreno delicadísimo: el alma, la conciencia de los hombres, terreno al que hay que entrar descalzo porque es sagrado, como alguna vez se ha dicho.

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Tras un rápido crecimiento del cristianismo durante 50 años desde la llegada de San Francisco Xavier en 1549 a esas tierras —autores hablan de que llegó a haber hasta 700 misioneros y 70,000 bautizados—, en 1597 esa religión es prohibida por las autoridades y sistemáticamente eliminada, con numerosos mártires y la institucionalización de prácticas anticristianas como la obligación de pisar imágenes de Cristo, de la Virgen María y de otros santos, para probar que no se era cristiano, tal como se muestra en la película.

Para 1652 ya no quedaba rastro de cristianos a los ojos de las autoridades. Pues bien, la trama de Silence —que no es histórica, aunque su contexto sí lo es— se sitúa en 1670, cuando no quedaban ya misioneros ni cristianos públicos, lo que no había detenido la persecución. La historia se centra en el joven sacerdote jesuita portugués Sebastião Rodrigues (Andrew Garfield) que con su compañero Francisco Garupe (Adam Driver) se dispone a entrar a ese peligroso Japón para averiguar el paradero de su maestro, el Padre Cristóvão Ferreira (Liam Neeson), de quien han llegado rumores que dicen que apostató —abjuró de la fe católica— y vive casado con una japonesa. Los protagonistas eventualmente son descubiertos y arrestados, y las torturas físicas y psicológicas a las que son sometidos —ellos, pero sobre todo los inocentes fieles japoneses a los que atienden— crean el dilema de la película, en torno a la validez en todos sentidos de apostatar o no.

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Es conocido que Scorsese proviene de una familia católica, y estos temas le interesan profundamente, como ya demostró en la controvertida La última tentación de Cristo, que en 1988 causó escándalo pues situaba estos cuestionamientos de fe en la propia figura de Jesucristo, planteando el dilema de un modo genuino y artísticamente respetable, pero con el consiguiente y entendible disgusto de muchos creyentes. En Silence —ya lejos de lo eventualmente blasfemo— se nos plantea hasta qué punto es válido ceder ante el sufrimiento ajeno del inocente, e incluso si no tiene más mérito moral el renunciar a la palma gloriosa del martirio y arriesgarse a perder la propia salvación por el otro (semejante a lo que planteara Borges en su cuento «Tres versiones de Judas»).

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Como espectador católico, el desarrollo no me convence del todo. Se trata la fe como un elemento bastante superficial, una especie de convicción ideológica a secas. No se toma en cuenta la consciente debilidad del cristiano que no se apoya en sus propias fuerzas —»es el mejor de nosotros» dicen unos escépticos Rodrigues y Garupe, ante el rumor para ellos inconcebible de la apostasía de su maestro— sino en Dios precisamente. Rodrigues se compadece, sí, de la gente, pero reza poco y enseguida busca sacrificar aquello más importante para él —a lo que consagró su vida, se supone, por lo que viajó a un país donde la fe es perseguida, en primer lugar— ante el sufrimiento. Y que se justifica precisamente por ser sufrimiento ajeno. La fe de Rodrigues parece más bien sentimental al principio —»Cristo me fascina«, nos dice— y luego bastante «adaptable» ante los riesgos y amenazas; más que ante un sacerdote, parece como si estuviéramos ante un voluntario de una ONG con nobles sentimientos. Más auténtico resulta Kichijiro, quien peca y siempre vuelve arrepentido, mejor reflejo de lo que podemos ser los católicos que el misionero bondadoso que es Rodrigues.

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La película, en fin, plantea la visión social de la religión de nuestro tiempo en la situación de un misionero jesuita del siglo XVII. Está muy presente el relativismo y —qué dura esa conversación con su antiguo maestro Ferreira— un injusto complejo de superioridad eurocéntrico que argumenta que los japoneses no son capaces de asimilar el cristianismo y nunca lo han sido. En definitiva, el argumento muy actual de que la religión es mejor como algo privado, que no genere problemas a los demás, sobre todo a los débiles que serán pobres víctimas de una ideología extranjera impuesta que los lleva a morir. (Lo contrario, por cierto, de la excelente Hacksaw Ridge, la otra tremenda actuación de Andrew Garfield este año).

Y, de nuevo, los cuestionamientos de Scorsese me parecen genuinos. No pretende hacer una «película católica» ni mucho menos, y aunque opinable todo es verosímil (excepto la trampa narrativa de hacer oír la voz de Cristo en la conciencia de Rodrigues, pues el proverbial silencio divino del título se rompe en favor de una postura doctrinal determinada y, desde el punto de vista católico, incorrecta). Lo que sí pretende —y logra— es hacer una película enteramente espiritual, hasta el punto de que me pregunte si es de interés a alguien ajeno a la fe, aunque quizá haya que decir que no hay nadie ajeno a esto. Y muy bella. No por nada estuvo nominada la fotografía del mexicano Rodrigo Prieto, y le quedaron a deber bastantes nominaciones más. Es de celebrar, en todo caso, la osadía de estrenar un proyecto así de arriesgado en su planteamiento.

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La visión estrictamente humana de esta ficción con un final poco esperanzador colectivamente —aunque subjetivamente satisfactorio, quien lea entienda— no recoge enteramente la realidad, pues cuando Japón empezó a abrirse al mundo doscientos años después, en marzo de 1865, los misioneros fueron abordados por los kirishitan ocultos,  campesinos y pescadores que mantuvieron la fe de generación en generación. Cosa que no tiene explicación humana. Por supuesto que no.

Juan Carlos Carrillo Cal y Mayor

Hell or High Water

(2016) EE.UU.
DIRECCIÓN David Mackenzie
GUION Taylor Sheridan
FOTOGRAFÍA Giles Nuttgens
MÚSICA Nick Cave, Warren Ellis
REPARTO Chris Pine, Jeff Bridges, Ben Foster, Gil Birmingham

Pase lo que pase

En el oeste de Texas, antiguo territorio comanche, un padre de familia divorciado y su hermano ex convicto comienzan a asaltar bancos para pagar la abusiva hipoteca del rancho familiar al propio banco, lo que desata una persecución a cargo del veterano sheriff del lugar quien ha detectado el patrón que siguen los aficionados asaltantes.

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Segundo guion —siendo el primero nada menos que Sicario (Denis Villeneuve, 2015)— del actor convertido en guionista Taylor Sheridan, originalmente se titulaba Comanchería (como se llamó en España); Enemigo de todos (traducción literal de «comanche») en Hispanoamérica. La frase come hell or high water se traduce como ‘pase lo que pase’, reflejo de la decisión de Toby Howard (Chris Pine) y su loco hermano Tanner (Ben Foster) en hacer justicia por su propia mano, una especie de Robin Hoods de sí mismos.

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Sin embargo, la piedra angular de este western del siglo XXI es Jeff Bridges y su personaje del Texas ranger Marcus Hamilton, tan cínico y políticamente incorrecto como profesional y noble. No por nada es suya una de las 4 nominaciones al Oscar de la película. Las ricas relaciones entre los personajes —los hermanos tan distintos pero que se apoyan pase lo que pase, o el pretendidamente racista Hamilton con su compañero de origen comanche— junto con varias secuencias de acción emocionantes, canciones country y una crítica social de fondo completan una francamente buena película. Al parecer en Texas todos siguen usando botas y sombrero, y no por nada el western ha sido el género cinematográfico estadounidense por excelencia.

Juan Carlos Carrillo Cal y Mayor

Arrival

(2016) EE.UU.
DIRECCIÓN Denis Villeneuve
GUION Eric Heisserer, basado en el cuento de Ted Chiang
FOTOGRAFÍA Bradford Young
MÚSICA Jóhann Jóhannsson
REPARTO Amy Adams, Jeremy Renner, Forest Whitaker, Michael Stuhlbarg

La comunicación salvará al mundo

La última película del quebequés Denis Villeneuve (Prisoners, Enemy, Sicario), nominada a 8 Oscares (incluyendo mejor película, mejor director y mejor guion adaptado), es una fábula de ciencia ficción, más bien sobria, sobre la importancia de la comunicación. Basada en un cuento de Ted Chiang, cuenta cómo cuando misteriosas naves alienígenas aparecen en distintos puntos de la Tierra, la lingüista Louise Banks (Amy Adams) es convocada como intérprete entre los humanos y los extraterrestres.

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Sin seguir el cliché del enfrentamiento hombre-versus-alien, el correcto relato de Villeneuve —un director del que cada vez oiremos más— va más bien en la línea de películas que han sabido relacionar el conflicto externo del relato de ciencia ficción con el conflicto interno y familiar de sus protagonistas, como hemos visto en Interestelar (Nolan, 2014), Gravedad (Cuarón, 2013) o Señales (Shyamalan, 2002). Se entiende que el siguiente proyecto del director sea Blade Runner 2049, la esperadísima secuela de esa obra maestra de la ciencia ficción más filosófica.

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Las nominaciones técnicas (fotografía, edición, mezcla de sonido, edición de sonido y diseño de producción) hablan de la calidad cinematográfica. Los planos, diferidos en tiempo, de la vida ordinaria de la protagonista y su familia recuerdan los de Lubezki en El árbol de la vida de Terrence Malick, y es interesante la construcción estética de los extraterrestres y sus naves, siempre un reto ante un público que ya los ha visto en todo tipo de versiones. Esta vez sin nominación, la música minimalista del islandés Jóhann Jóhannsson, completa el empaque perfecto.

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Con un giro de trama que da para los más ricos análisis narrativos, el fuerte de la película es el guion —y eso es mucho decir en una película tan lograda en lo técnico— que en su simplicidad consiste en una parábola sobre la comunicación y la incomunicación. Y no suena descabellado que sea la comunicación la que salve este mundo, o la incomunicación la que corra el riesgo de perderlo. Una tesis válida para cualquier momento de la historia, pero que precisamente hoy parece necesario gritarla a los cuatro vientos.

Juan Carlos Carrillo Cal y Mayor

Manchester by the Sea

(2016) EE.UU.
DIRECCIÓN Y GUION  Kenneth Lonergan
FOTOGRAFÍA Jody Lee Lipes
MÚSICA Lesley Barber
REPARTO Casey Affleck, Michelle Williams, Lucas Hedges, Kyle Chandler, Matthew Broderick

Familia es familia

El cine de Kenneth Lonergan, que no es abundante pero significativo, tiene la bella característica de ser cotidiano y profundo a la vez. El también dramaturgo neoyorquino ha escrito para Hollywood desde Analyze This (1999) y Las aventuras de Rocky y Bullwinkle (2000) hasta Gangs of New York (2002), pero es en las películas que también dirige donde demuestra su talento y su tono personal. En su estilo y las historias que aborda quizá recuerda un poco a lo mejor de Richard Linklater. Ya estuvo nominado al Oscar como guionista por Puedes contar conmigo (2001), una historia de drama y humor que, como la que nos ocupa esta vez, se soporta en las relaciones familiares.

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Manchester-by-the-Sea es un pueblo costero ubicado en el condado de Essex en el estado de Massachusetts, al que Lee Chandler (Casey Affleck) regresa tras la muerte de su hermano, por lo que debe hacerse cargo de su sobrino adolescente, Patrick (Lucas Hedges). Poco más quiero decir de la trama, salvo señalar que sí hay una y no estamos ante un simple pasar de los días como en Boyhood (2014) del citado Linklater. Y es que parte del mérito de Lonergan aquí son los saltos temporales no avisados, que nos van desvelando el doloroso pasado de los personajes, a la vez que vamos entendiendo más las situaciones con las que lidian. Eso, unido a la mezcla de tragedia y humor, ninguno en demasía sino «como en la vida misma» (las comillas importan mucho, pues semejante naturalidad no se improvisa, todo lo contrario), llena de pequeños detalles como no recordar dónde se aparcó el coche en medio de una discusión, una estúpida nevera que no cierra, o la camilla de ambulancia que se atasca creando un anticlímax pero que lo hace todo más real.

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Una película así de cercana y a la vez tan melodramática, requiere de esforzadas interpretaciones para ser lograda. Y en efecto, lo logra la contenida actuación de Casey Affleck, con un personaje difícil por lo taciturno y frío que es; el joven Lucas Hedges (recordarán al malvado pelirrojo de la moto atacado por los protagonistas de Moonrise Kingdom) nos da a un adolescente que controla la situación hasta que se rompe en el momento preciso; Michelle Williams, que con menos de cinco escenas alcanza una merecida nominación al Oscar, y hasta el detalle del nefasto personaje de Matthew Broderick, por cierto, amigo de Lonergan y un habitual en sus películas.

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Todo lo opinables que se quieran, sus 6 nominaciones al Oscar (mejor película, director, guion original, actor principal Affleck, actor de reparto Hedges y actriz de reparto Williams) la ponen en la mira, y el resultado no defrauda si uno se sitúa ante una película serena —yo no diría lenta—, triste en ocasiones pero que también arranca sonrisas. Como la vida, nos recuerda que en los momentos verdaderamente importantes, a quien realmente tendremos para velar para nosotros será a nuestra familia, el único lugar donde se nos quiere por lo que somos. Y vaya que los seres humanos necesitamos ser queridos y queridos así.

Juan Carlos Carrillo Cal y Mayor