Mad Max. Fury Road

(2015) EE.UU., Australia
DIRECCIÓN George Miller
GUION George Miller, Nick Lathouris y Brendan McCarthy
MÚSICA Junkie XL
FOTOGRAFÍA John Seale
REPARTO Tom Hardy, Charlize Theron, Nicholas Hoult, Hugh Keays-Byrne, Rosie Huntington-Whiteley, Zöe Kravitz, Riley Keough, Abbey Lee, Courtney Eaton, Richard Carter

Morder el polvo

Hay directores que han marcado tendencias y fundado géneros (o subgéneros) en la historia del cine. El australiano George Miller, con su trilogía de Mad Max de principios de los años 80, es uno de ellos. La primera (1979), serie B cutre con un Mel Gibson entonces desconocido (y con cara de niño) y con unos personajes que hablan con un acentazo australiano, se convirtió en una película de culto por presentar un mundo postapocalíptico no demasiado lejano («a few years from now») lleno de personajes desquiciados vestidos como punketos y un héroe capaz de vencerlos cuya felicidad es destrozada en pocas horas. Las secuencias de persecuciones a toda velocidad y las explosiones -todas hechas con efectos mecánicos y quizá por eso más cercanas- hicieron un filme plástico que fue un referente para muchas películas que vendrían después.

Tras una segunda parte (The Road Warrior, 1981) con un poco más de presupuesto en la que el personaje ya es un lobo solitario, y una lamentable tercera entrega (Beyond Thunderdome, 1985) que pecó de demasiado ochentera -con Tina Turner con mohawk y todo-, Miller lo dejó estar. Fue feliz y grabó películas como Babe el puerquito valiente (1995) y otras. Pero el camino siempre llama a los aventureros, y con sus 70 años encima decidió salir de nuevo de la mano de su ahora más atormentado Max Rockatansky.

Con todo, Mad Max. Fury Road no es propiamente una secuela, mucho menos un remake. A Miller le gusta hablar de una «revisita» al mismo universo. Además del título, tiene en común con la trilogía original estar situada en un universo postapocalíptico en el que el hombre se devora a sí mismo (por cierto, un universo cada vez más extremo en cada película, cosa que nunca se menciona explícitamente pero es patente) y, por supuesto, el personaje protagonista que es el mismo Mad Max y no lo es. Sí lo es porque, antes de cualquier imagen, los créditos anuncian a «Tom Hardy como Max Rockatansky», así con apellido y todo. Y no lo es no solo porque ya no es Mel Gibson (claro) sino porque su pasado es distinto, aunque igualmente atormentado. En la primera película de la saga fuimos testigos de cómo (spoiler en 3… 2… 1…) la esposa embarazada de Max es asesinada por Toecutter y su banda. Aquí el recuerdo que atormenta a Max es el de su hija (?) pequeña que le reclama algo. Lo interesante de los Max Rockatansky de Miller es que pueden ser el mismo o no, en realidad no importa, no estamos ante un personaje concreto sino más bien ante un arquetipo. El de un hombre atormentado, lobo solitario, que solo ve por sí mismo como los vaqueros del western (género clásico al que más se aproxima esta saga), pero cuya bondad está muy dentro y termina por vencer ante los problemas ajenos: el de Papagallo y su comunidad en Road Warrior, los niños perdidos en Thunderdome y ahora Furiosa y las esposas de Immortan Joe. Pero la trama de Fury Road amerita otro párrafo.

Aridísimo desierto. Un resto de la humanidad sobrevive en «La Ciudadela» bajo el gobierno inmisericorde de Immortan Joe (un ser deforme, siempre cubierto por un bozal con amarillentos colmillos animales que solo deja ver unos ojos locos y extrañamente familiares… y es que el actor es Hugh Keays-Byrne, nada menos que Toecutter en la primerísima Mad Max). El tirano controla a las masas administrando dos recursos: el agua -que deja caer en cascadas ante las sucias multitudes que se agolpan portando todo tipo de recipientes, en una visión que se antoja espantosamente profética- y la «leche materna», literalmente extraída de rollizas mujeres. Recursos que intercambia con otras dos comunidades administradas por sendos tiranos: la Granja de Balas y la Ciudad de Gasolina. Este agresivo equilibrio se rompe cuando la guerrera predilecta de Immortan Joe, Imperator (así, en latín masculino) Furiosa, huye con el tesoro del déspota: sus cinco bellas esposas.

Y es que Mad Max. Fury Road, con ese título, con ese director y con ese personaje principal, si algo es, es patentemente feminista. Furiosa (excelente Charlize Theron) es el motor de la trama en su huida llena de audacia y esperanza. Y las esposas de Immortan Joe son igualmente valientes, cada una con una personalidad distinta y rica. Lo mismo puede decirse de las ancianas (vuvalini) que intervienen en la trama más adelante. A todas ellas se unen nuestro solitario Max -dispuesto a ayudar aunque ajeno a su destino, como sucediera en Road Warrior– y Nux (Nicholas Hoult sin un pelo y cubierto de cal), uno de los muchos siervos de Immortan Joe primero a su servicio y luego «despertado» por las circunstancias.

Dos son, pues, las grandes virtudes de la última película de George Miller. De una parte, nos entrega -¡por fin!- una película de acción distinta, no llena de efectos y brevísimos planos sino con un ritmo igualmente trepidante -toda la película es, literalmente, una persecución- pero hecho de acción real (tan real como que está grabada casi sin efectos digitales, más que las hoy inevitables correcciones de color que, por cierto, contribuyen a la exagerada pero bella fotografía), que no baja el pistón un segundo, junto con la banda sonora de Junkie XL que puede mezclar la percusión desenfrenada y los sintetizadores con el «Dies Irae» del Réquiem de Verdi mientras vemos a un guitarrista en escena atado a una máquina móvil hecha de altavoces presente en toda la película. Para una película así, hay que decirlo, resulta ideal Tom Hardy (Bane en The Dark Knight Rises, por si acaso), con una interpretación muy física en la que se limita a gruñir y a decir alguna frase, pero que conecta muy bien con el tono de lo que hace Miller.

La segunda es lograr con una película así de intensa -para muchos casi desagradable- decirnos mucho de la humanidad. De tantos mandatarios que si no son Immortan Joe es porque no han podido. De una civilización a veces bien maquillada pero con un alma que no está muy lejos de parecerse a ese desierto árido. Pero una civilización en la que, también, unos pocos -o no tan pocos- se mueven buscando una esperanza. «¿Qué buscas?», pregunta Max a Furiosa en uno de sus escasos diálogos. «Redención», contesta, y con ella toda la humanidad buscando un poco de misericordia entre todo el polvo que, como los personajes universales de Miller, hemos levantado en el camino.

Juan Carlos Carrillo Cal y Mayor

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Little Boy

(2015) EE.UU.
DIRECCIÓN Alejandro Monteverde
GUION Alejandro Monteverde y Pepe Portillo
MÚSICA Stephan Altman y Mark Foster
FOTOGRAFÍA Andrew Cadelago
REPARTO Jakob Salvati, Emily Watson, Tom Wilkinson, Ben Chaplin, David Henrie, Michael Rapaport, Kevin James, Cary-Hiroyuki Tagawa, Eduardo Verástegui

Lo más grande

Un pequeño niño de un pueblo de Estados Unidos ve con dolor que su padre se marche a pelear la Segunda Guerra Mundial, y decide emplear todos los recursos en su mano –y especialmente su fe– para terminar con la guerra y traerlo de regreso. Esa es la premisa del segundo largometraje de Alejandro Monteverde –socio creativo de Eduardo Verástegui en Metanoia Films– y el resultado no puede ser más conmovedor y poderoso.

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En su anterior proyecto (Bella, 2008), Monteverde y Verástegui dejaron clara la línea que definiría sus proyectos. Ambos católicos, de nacionalidad mexicana y establecidos en Estados Unidos, buscan hacer un cine que aporte algo valioso, sin descuidar una historia poderosa y una producción atractiva. Con Bella –un drama de redención con historias entrecruzadas en torno a un embarazo no deseado– la clave estuvo en su historia simple pero profunda (grabada con cámara al hombro a toda velocidad por Nueva York) que les alcanzó el Premio del Jurado en el Festival de Toronto.

Ahora han conseguido sacar adelante Little Boy, una película con mucho más valor de producción –no deja de ser una película de época y su diseño artístico, por mencionar algo, está basado en las icónicas pinturas de Norman Rockwell, con algún homenaje explícito– y con elementos temáticos que la hacen atractiva: la crítica al racismo (cicatriz siempre abierta de la identidad estadounidense, en este caso contra un ciudadano japonés tras Pearl Harbor), muchos toques de humor y un poco de fantasía muy bien manejada, siempre a través de los ojos de un niño.

Dicho todo esto, hay que decir que todos los esfuerzos de Monteverde y su equipo de producción hubieran sido infructuosos sin la actuación del pequeño Jakob Salvati en el rol protagónico. Por encima de los numerosos famosos que accedieron a viajar a Rosarito, Baja California (México) para filmar la película convencidos por el guion de Monteverde y Pepe Portillo (desde Tom Wilkinson hasta Emily Watson, desde Kevin James hasta David Henrie y Cary-Hiroyuki Tagawa), destaca este talentoso niño que sostiene todo el filme con su infantil inocencia.

Así, pasando de la anécdota luminosa al sentimiento desgarrador –que roza un poco sospechosamente en la manipulación emocional, todo sea dicho– se consigue transmitir la historia positiva de un niño cuya fe mueve montañas, en una película que no impone (el japonés agnóstico y el sacerdote sensato son mejores amigos) sino que inspira, contando de un modo nuevo aquello tan viejo de que “el grano de mostaza cuando se siembra en la tierra, es la semilla más pequeña que hay, pero una vez sembrada sube hasta convertirse en la más grande”.

Juan Carlos Carrillo Cal y Mayor

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