(2019) México
DIRECCIÓN Gael García Bernal
GUION Augusto Mendoza
FOTOGRAFÍA Juan Pablo Ramírez
MÚSICA Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman
REPARTO Benny Emmanuel, Gabriel Carbajal, Daniel Giménez Cacho, Dolores Heredia, Enoc Leaño, Pedro Joaquín, Leidi Gutiérrez, Ricardo Abarca, Manuel Ojeda
Confusión en la miseria
Quizá lo más llamativo para ver Chicuarotes es que fue dirigida por Gael García Bernal. El actor, figura icónica del último «nuevo cine mexicano» junto con su amigo Diego Luna (quien también es productor de esta cinta), pretende en este su segundo largometraje claramente evocar a la película que lo hiciera famoso delante de la cámara, Amores perros de Alejandro González Iñárritu. Sin embargo, a pesar de su concientización franca de la dura realidad de muchos mexicanos, y de algunos aciertos formales, la cinta tiene varias carencias principalmente en términos de guion que terminan por hacerla poco memorable.
Cagalera (Benny Emmanuel) y Moloteco (Gabriel Carbajal) son dos adolescentes del pueblo de San Gregorio Atlapulco en Xochimilco, zona adyacente a la Ciudad de México conocida por sus canales donde se cultiva en chinampas y se navega en trajineras. El gentilicio popular de los de San Gregorio, pueblo mísero famoso por los daños que sufrió en un terremoto reciente, es «chicuarotes». Cagalera ansía escapar de su dura realidad social —la acertada secuencia de apertura son los dos amigos maquillados como payasos y haciendo un acto a bordo de un microbús para que les den una moneda, y que terminan por asaltar con pistola a los viajantes— y familiar: su madre (Dolores Heredia) golpeada por su padrastro (¿o padre?, no queda claro) borracho (Enoc Leaño), lo que soporta compartiendo una habitación con su hermano (Pedro Joaquín), al que molesta por su latente homosexualidad, y con su hermana también adolescente. El protagonista le propone fugarse a su novia Sugehili (Leidi Gutiérrez) para lo que intentará conseguir dinero implicándose en crímenes a cada cual más grave (y a cada cual más estúpidamente).
El guion que firma Augusto Mendoza (proveniente de la época televisiva de Eugenio Derbez y guionista de algunas de las películas que ha dirigido Diego Luna) tiene un problema de tono, con secuencias de un drama social a lo Ciudad de Dios o Amores perros (donde debería haberse quedado quizá), pero otras más de la comedia mexicana facilona que hoy inunda nuestro cine —esa secuencia del robo a la lencería con «El Planchado» (Ricardo Abarca) y las policías gordas, totalmente inverosímil y que no aporta absolutamente a la trama ni a la construcción de los personajes; o la secuencia del protagonista escondiéndose del carnicero— o al humor macabro como la escena en que la madre pone fin al problema de su marido abusador, que parece sacada de la francesa Delicatessen. La fotografía funciona, con algunos planos experimentales bien logrados. La música casi constante se siente excesiva, subrayando innecesariamente el tono de cada escena, lo que contribuye al despiste general. Las secuencias costumbristas (ya mencioné la de apertura) y de crítica social son las más rescatables, así como las del linchamiento que tiene lugar en el clímax, cuya tensión recuerda pálidamente a la célebre Canoa (1976) de Felipe Cazals.
Las motivaciones de los personajes no están suficientemente fundadas, lo que hace que el espectador empatice poco con ellos, a lo que se suma que (casi) todos, incluido el protagonista, terminan por mostrar un lado deleznable. Eso debilita el final, por no hablar del deus ex machina del desenlace. Una pena, considerando la buena interpretación del joven Benny Emmanuel (quien este año ganó el Ariel a actor revelación por De la infancia, una película que rodó hace nueve años y que apenas se estrenó) y de Gabriel Carbajal, cuyo personaje retraído y limitado es quizá el más convincente, o la disposición de actores como el gran Daniel Giménez Cacho a quien se dio un papel que va muy poco con él, como líder de los linchadores. En fin, además del interés social —lo duro es que situaciones así se dan y mucho en México— poco más se puede concluir de la cinta, y el problema es que lo social, por más loable, no basta para que una película funcione.